"A quien quiera acompañarme le cambio versos por penas,
bajo los puentes del Sena de los que pierden el norte
se duerme sin pasaporte y está mal visto llorar..."
martes, 29 de junio de 2010
martes, 22 de junio de 2010
lunes, 21 de junio de 2010
FIN DE TEMPORADA lA PIRULINA 2010
El pasado dia 18 celebramos la comida de clausura de La Pirulina winter-spring 2010.
Después de 5 disputadas partidas celebradas los primeros jueves de cada mes, se proclamó campeón el Sr. Galan y el último clasificado fué el Sr. Ortiz, (él no ha venido a la Pirulina a luchar contra "los elementos") .
Resaltar el ambiente agradable y amigable del que disfrutamos durante toda la comida y post-comida. Alguno se tomó alguna que otra copa, otros se fueron mucho mucho antes de los esperado, otros mucho mucho después de lo recomendable....en definitiva ..... lo de siempre.
Os adjunto alguna de las fotos que hice.
Quiero agradecer la colaboracion virtual desinteresada de nuestra amiga Lurditas que fue la que entregó los trofeos.
Saludos y hasta la temporada que viene.
Neitor
El timo de la ‘Superwoman’: “Las mujeres son mulas multitareas”
miércoles, 16 de junio de 2010
Una proposición..., ¡decente!
¡Hola niñas...!, ¿qué tal si el viernes aprovechando ques estamos solitas, que empieza el verano y que todavía cuando paseamos en bikini algún insensato nos mira..., nos vamos a la pisci a comer o a pasar la tarde...?
El plan es sencillo..., tomar el sol..., cotillear de todo lo que se mueva..., y claro..., ¡disfrutar con los niños que son un regalo..., je, je!.
¿Os apuntáis...?, decirme que sí que si no me váis a obligar a salir de cañas con mis compañeros, y ya se sabe...
La tía Aurora.
lunes, 14 de junio de 2010
¿Cómo se lo ha pasado Badajoz?
jueves, 10 de junio de 2010
¡Ja, ja, ja...!
¡Es buenííííssssimooo...!, ¡qué carácter, cuánta vehemencia!, y...¡¡¡qué razón tiene!!!, ¡ay qué pena de país!, como nosotros...¿eh?, ¡¡¡¡somos una república bananera total!!!, ¡¡¡esto es una "orllía" de sinvergüenzas!!!, ¡elecciones anticipadas ya!.
Aurora ( gatoadicta ).
lunes, 7 de junio de 2010
Bautizo de Dieguito (La Alberca 2.010)
jueves, 3 de junio de 2010
Caperucita y el lobo machista...
Sé que me vais a decir que vaya dos tochos he metido en el blog (el del diario de una madre imperfecta y éste) y que hay que tener muchas ganas de leer para tragárselos, pero los dos son absolutamente geniales...
Por favor, no os perdais éste que me manda Jaime: un recadito de Arturo Pérez-Reverte a nuestra querida ministra de Igual-dá, publicado en XL Semanal la semana pasada...
Por favor, no os perdais éste que me manda Jaime: un recadito de Arturo Pérez-Reverte a nuestra querida ministra de Igual-dá, publicado en XL Semanal la semana pasada...
"Caperucita y el Lobo machista"
"Hoy me he levantado con talante. Como después de haber publicado El pequeño hoplita -un cuento sobre un niño en las Termópilas, que tanto debe a su magnífico ilustrador, Fernando Vicente- le tomé el gusto a la narrativa infantil, he decidido echar un cable: Ayudar a que nuestra ministra de Igualdad y Paridad, Bibiana Aído, rubia joya de la corona, haga realidad su bonito proyecto de conseguir que los cuentos tradicionales para pequeños cabroncetes sean desterrados de escuelas y hogares, y dejen de ser un reducto machista, sexista y antifeminista. O que, expurgados y reconvertidos a lo social y políticamente correcto, contribuyan, ellos también, a la formación de futuras generaciones de ciudadanos y ciudadanas ejemplares y ejemplaras. Como está mandado.
Al principio pensaba hacerlo con el cuento de Blancanieves y las siete personas de crecimiento inadecuado; que, como sostiene Bibiana, requiere, título aparte, una remodelación general urgente. Pero ciertos indicios de intolerable violencia machista en la casita del bosque, como que sea una mujer quien cargue con todas las labores del hogar, o que no haya paridad de sexos en el número de individuos que trabajan en la mina -su número impar complica además el asunto-, me decidieron a dejarlo para más adelante. Lo intenté luego con La soldadita de plomo y ploma; y no es por echarme flores, pero lo tenía casi resuelto. Una soldadita de plomo de la ULFF -Unidad Legionaria Femenina Feroz-, terror de los talibanes afganos y de los piratas del Índico, impedida en su extremidad locomotriz por haber caído poco metal en el molde cuando la fundían. O sea, incompleta física de una pierna, para entendernos. O no. Lo que antes se decía, en jerga fascista, coja. Y que, desde su repisa en el cuarto de juegos de una niña, se enamora de un bailarín de ballet de papel maché que está enfrente, puesto tal que así, de puntillas, y que tiene una bonita lentejuela de plata en el prepucio. Se lo leí a mi hija por teléfono, a ver qué tal iba la cosa; pero al llegar a lo de la lentejuela me aconsejó dejarlo. Te van a malinterpretar, dijo. Así que al final me decidí por un clásico inobjetable: Caperucita Roja. Y está feo que lo diga, pero la verdad es que lo he bordado. Creo.
Caperucita Roja camina por el bosque, como suele. Va muy contenta, dando saltitos con su cesta al brazo, porque, gracias a que está en paro y es mujer, emigrante rumana sin papeles, magrebí pero tirando a afroamericana de color, musulmana con hiyab, lesbiana y madre soltera, acaban de concederle plaza en un colegio a su hijo. Va a casa de su abuelita, que vive sola desde que su marido, el abuelito, le dio una colleja a Caperucita porque no se bebía el colacao, ésta lo denunció por maltrato infantil, y la Guardia Civil se llevó al viejo al penal de El Puerto de Santa María, donde en espera de juicio paga su culpa sodomizado en las duchas, un día sí y otro no, por robustos albanokosovares. Que también tienen sus necesidades y sus derechos, córcholis. El caso es que Caperucita va por el bosque, como digo, y en éstas aparece el lobo: hirsuto, sobrado, chulo, con una sonrisa machista que le descubre los colmillos superiores. Facha que te rilas: peinado hacia atrás con fijador reluciente y una pegatina de la bandera franquista, la de la gallina, en la correa del reloj. Y le pregunta: «¿Dónde vas, Caperucita?». A lo que ella responde, muy desenvuelta: «Donde me sale del mapa del clítoris», y sigue su camino, impasible. «Vaya corte», comenta el lobo, boquiabierto. Luego decide vengarse y corre a la casa de la abuelita, donde ejerce sobre la anciana una intolerable violencia doméstica de género y génera. O sea, que se la zampa, o deglute. Y encima se fuma un pitillo. El fascista. Cuando llega Caperucita se lo encuentra metido en la cama, con la cofia puesta. «Que sistema dental tan desproporcionado tienes, yaya», le dice. «Qué apéndice nasal tan fuera de lo común.» Etcétera. Entonces el lobo le da las suyas y las de un bombero: la deglute también, y se echa a dormir la siesta. Llegan en ésas un cazador y una cazadora, y cuando el cazador va a pegarle al lobo un plomazo de postas del doce, la cazadora contiene a su compañero. «No irás a ejercer la violencia -dice- contra un animal de la biosfera azul. Y además, con plomo contaminante y antiecológico. Es mejor afearle su conducta.» Se la afean, incluido lo de fumar. Malandrín, etcétera. Entonces el lobo, conmovido, ve la luz, se abre la cremallera que, como es sabido, todos los lobos llevan en la tripa, y libera a Caperucita y a su provecta. Todos ríen y se abrazan, felices. Incluido el lobo, que deja el tabaco, se hace antitaurino y funda la oenegé Lobos y Lobas sin Fronteras, subvencionada por el Instituto de la Mujer. Fin. "
http://www.perezreverte.com/
Al principio pensaba hacerlo con el cuento de Blancanieves y las siete personas de crecimiento inadecuado; que, como sostiene Bibiana, requiere, título aparte, una remodelación general urgente. Pero ciertos indicios de intolerable violencia machista en la casita del bosque, como que sea una mujer quien cargue con todas las labores del hogar, o que no haya paridad de sexos en el número de individuos que trabajan en la mina -su número impar complica además el asunto-, me decidieron a dejarlo para más adelante. Lo intenté luego con La soldadita de plomo y ploma; y no es por echarme flores, pero lo tenía casi resuelto. Una soldadita de plomo de la ULFF -Unidad Legionaria Femenina Feroz-, terror de los talibanes afganos y de los piratas del Índico, impedida en su extremidad locomotriz por haber caído poco metal en el molde cuando la fundían. O sea, incompleta física de una pierna, para entendernos. O no. Lo que antes se decía, en jerga fascista, coja. Y que, desde su repisa en el cuarto de juegos de una niña, se enamora de un bailarín de ballet de papel maché que está enfrente, puesto tal que así, de puntillas, y que tiene una bonita lentejuela de plata en el prepucio. Se lo leí a mi hija por teléfono, a ver qué tal iba la cosa; pero al llegar a lo de la lentejuela me aconsejó dejarlo. Te van a malinterpretar, dijo. Así que al final me decidí por un clásico inobjetable: Caperucita Roja. Y está feo que lo diga, pero la verdad es que lo he bordado. Creo.
Caperucita Roja camina por el bosque, como suele. Va muy contenta, dando saltitos con su cesta al brazo, porque, gracias a que está en paro y es mujer, emigrante rumana sin papeles, magrebí pero tirando a afroamericana de color, musulmana con hiyab, lesbiana y madre soltera, acaban de concederle plaza en un colegio a su hijo. Va a casa de su abuelita, que vive sola desde que su marido, el abuelito, le dio una colleja a Caperucita porque no se bebía el colacao, ésta lo denunció por maltrato infantil, y la Guardia Civil se llevó al viejo al penal de El Puerto de Santa María, donde en espera de juicio paga su culpa sodomizado en las duchas, un día sí y otro no, por robustos albanokosovares. Que también tienen sus necesidades y sus derechos, córcholis. El caso es que Caperucita va por el bosque, como digo, y en éstas aparece el lobo: hirsuto, sobrado, chulo, con una sonrisa machista que le descubre los colmillos superiores. Facha que te rilas: peinado hacia atrás con fijador reluciente y una pegatina de la bandera franquista, la de la gallina, en la correa del reloj. Y le pregunta: «¿Dónde vas, Caperucita?». A lo que ella responde, muy desenvuelta: «Donde me sale del mapa del clítoris», y sigue su camino, impasible. «Vaya corte», comenta el lobo, boquiabierto. Luego decide vengarse y corre a la casa de la abuelita, donde ejerce sobre la anciana una intolerable violencia doméstica de género y génera. O sea, que se la zampa, o deglute. Y encima se fuma un pitillo. El fascista. Cuando llega Caperucita se lo encuentra metido en la cama, con la cofia puesta. «Que sistema dental tan desproporcionado tienes, yaya», le dice. «Qué apéndice nasal tan fuera de lo común.» Etcétera. Entonces el lobo le da las suyas y las de un bombero: la deglute también, y se echa a dormir la siesta. Llegan en ésas un cazador y una cazadora, y cuando el cazador va a pegarle al lobo un plomazo de postas del doce, la cazadora contiene a su compañero. «No irás a ejercer la violencia -dice- contra un animal de la biosfera azul. Y además, con plomo contaminante y antiecológico. Es mejor afearle su conducta.» Se la afean, incluido lo de fumar. Malandrín, etcétera. Entonces el lobo, conmovido, ve la luz, se abre la cremallera que, como es sabido, todos los lobos llevan en la tripa, y libera a Caperucita y a su provecta. Todos ríen y se abrazan, felices. Incluido el lobo, que deja el tabaco, se hace antitaurino y funda la oenegé Lobos y Lobas sin Fronteras, subvencionada por el Instituto de la Mujer. Fin. "
http://www.perezreverte.com/
Jose.
"Diario de una madre imperfecta"
Me manda Pilar el primer capítulo de este libro de Isabel García-Zarza, periodista y madre de tres hijos, en el que, como dice ella misma, describe sus "desvaríos materno-filiales". En él, la periodista ha encontrado una terapia para ella misma y para todas las madres dispuestas a romper los tabúes de la maternidad: hablar “sin pelos en la lengua” sobre la fascinante aventura de tener hijos, y revelar ¬por fin alguien lo hace¬ con sinceridad y humor, cómo es el día a día de una madre de nuestro tiempo, con una deliciosa mezcla de ironía, irreverencia y ternura...
Os dejo el fragmento en cuestión...
«¿Por qué tengo que querer yo a este niño al que no conozco de nada y que no para de llorar?» Una amiga mía me confesó, avergonzada, que ésa fue la primera pregunta que le vino a la mente después de tener a su primer hijo.
Cuando yo tuve al mío, esas mismas palabras, que en su momento me habían parecido escandalosas, resonaron en mi cabeza. Y, como ella, me sentí casi un monstruo por pensarlo. Ya durante el embarazo me había dado cuenta, con cierta consternación, de que no sentía esa dicha ilimitada que supuestamente debía embargarme en cuanto el test de embarazo dio positivo. ¿Acaso era yo un bicho raro? De hecho, mi actitud fue tan fría durante los nueve meses que el padre de la criatura llegó a temer que repudiara a nuestro hijo cuando naciera. No lo hice, pero tampoco me avergüenza reconocer que tardé más de un mes en sentir algo parecido a eso que llaman «instinto maternal». Que el bebé llorara día y noche durante sus primeras semanas ciertamente no me ayudó.
Además, durante ese tiempo descubrí que existe un periodo llamado posparto del que nadie, absolutamente nadie, me había hablado. ¿Por educación? ¿Por no quedar mal? ¿Por temor de no haber estado a la altura? Entonces fue cuando empecé a sospechar que a lo mejor nos habían vendido una película almibarada con la que no todas nos identificamos, un molde en el que no siempre encajamos. Quizá no te sientes radiante por estar embarazada, incluso odias la barriga y hubieras preferido no pasar por este trance, o puede que hasta hubieras cedido gustosamente el privilegio del embarazo. Disfrutas muchísimo con tus hijos, juntos lo pasáis como los indios y, sin embargo, hay momentos en que darías cualquier cosa por perderlos de vista, los subastarías o los venderías a peso en el mercado. Pero no por eso eres peor madre. Quieres a tus hijos como la que más, harías y, de hecho, haces cualquier cosa por ellos, y no rebobinarías nunca aunque eres consciente de que te has metido en un lío muy pero que muy grande.
Puede que la maternidad esté sobrevalorada o, cuando menos, sobredimensionada. Te la venden como una ruta sin desvíos, directa a la felicidad; y, una vez que te has lanzado a ello, piensas que tú te has debido de perder en el camino. Sobre todo, cuando llevas varios días (o varios meses, y ya ni te cuento si son años) sin dormir bien, sin tiempo de nada, y tus hijos tienen un día malo —que todos lo tienen de vez en cuando— y no quieren cenar, ni recoger, ni hacer los deberes, y sólo saben llorar, porque están tan cansados que no pueden hacer otra cosa que llorar. Tú tratas de ser comprensiva o comprensivo; al fin y al cabo son pequeños, están cansados y madrugan mucho para ir al cole, y el pequeño está celoso de su hermana; pero, nadie te comprende a ti y ganas te dan de ponerte a llorar tú también —y a lo mejor así hasta te hacían más caso— y decir que tú tampoco recoges, ni cenas, ni te bañas.
Todos hemos crecido rodeados de mitos, convencionalismos y prejuicios. Por eso cuesta darse cuenta de que cada experiencia de la maternidad —y de la paternidad, claro está— es completamente diferente. No hay dos iguales. Ni siquiera para la misma persona. Con cada uno de mis tres hijos, yo lo he vivido de manera distinta. Y en ningún caso como me lo habían vendido. Unas veces ha sido peor, y muchas
otras infinitamente más maravilloso de lo que nunca me habían contado ni había podido imaginar.
Pero lo más sorprendente de todo, para bien y para mal, ha sido el descubrimiento de esa faceta mamífera que tenemos latente. La mayoría de nosotros se ha lanzado a esto de la crianza sin previo aviso y sin preparación. Como si un día te levantas y te regalan un coche, en tu vida has conducido uno, no tienes ni idea de cómo se arranca ni del código de circulación, ni siquiera sabes si estás en un país donde se conduce por la izquierda o por la derecha, y aun así nada te arredra y son tales tus ganas de conducir que te lanzas a las calles con él.
Curiosamente, nadie lo evita. Pues, para la mayoría de los mortales, tener un hijo viene a ser casi lo mismo; aunque, ahora que lo pienso, en nada se parece un bebé a un coche y quizá no sea ésta la comparación más acertada. Nos lanzamos a ello sin pensarlo mucho, a ver qué pasa. Lo peor es que, hasta que no te ves metido en faena, no sabes qué tal se te da esto.
A los que quieren adoptar un niño les hacen pasar unas pruebas de idoneidad en las que deben demostrar su aptitud para hacerse cargo de un menor. En cambio, los que tenemos hijos naturales nos lanzamos a esto muchas veces sin saber si estaremos a la altura. El único consuelo es pensar que los demás también lo hacen (como cuando te pones a conducir por primera vez).
A menudo no sabrás muy bien qué hacer con tu hijo. Porque, además, los padres estamos sometidos a mensajes contradictorios sobre cómo criar y educar a nuestros retoños. Nos dicen que hay que cogerlos en brazos cuando lloran, pero también que no se nos ocurra hacerlo. La mayoría de nosotros, sin saber muy bien qué hacer, unas veces los cogemos, y otras no, según el humor que tengamos. Y no sabemos si dejar que se duerman llorando o besuquearlos en nuestra misma cama hasta que se queden dormidos; si ser muy estrictos e inflexibles, o acabar cediendo. Según el día, hacemos una cosa u otra. Hay muchos momentos en que nos encontramos completamente perdidos, tanto como nuestros hijos, porque al fin y al cabo, como un día Mafalda, ese gran pozo de sabiduría, respondió a su madre: «Si es por antigüedad, que quede claro que yo me saqué el título de hija el mismo día que tú el de madre», o algo parecido.
Y así vamos encontrando el camino prácticamente a ciegas, con mucha improvisación
y, sobre todo, muy buena voluntad.
Tengo un amigo, fantástico padre de una fantástica familia numerosa, que asegura que tener hijos te hace mejor persona, y que por eso, cuantos más tienes, mejor persona eres.
Yo debo de estar hecha de una pasta diferente y por desgracia la maternidad no me ha hecho mejor, pero sí más fuerte e infinitamente más poderosa, que para algo he desarrollado superpoderes (pensamiento múltiple, visión lateral y periférica, brazos de cefalópodo, resistencia al insomnio y al agotamiento extremo…). Y, por encima de todas las cosas, me ha hecho sentir la persona más afortunada del planeta.
Puede que parezca absurdo, pero he considerado un ser especial y único a cada uno de mis hijos desde el día en que nacieron, y con cada uno de ellos me siento una auténtica privilegiada por haber sido elegida, entre todos los millones de personas que pueblan la Tierra, para hacerme cargo de él.
Y es que, una vez superado el parto, el posparto y encarrilada la lactancia, tuve que dar la razón a alguien que me había advertido que, cuando tienes un hijo, te enamoras perdidamente de él. Eso me ocurrió con el primero y, cuando pensaba que nada podría volver a ser igual y que algo tan mágico nunca podría repetirse, me enamoré de nuevo perdidamente del segundo. Es más, cuando aún no había superado esa fase, llegó la niña para demostrarnos una vez más que se puede querer muchísimo y locamente a más de una persona. Y así pasé de primípara añosa a multípara, términos ambos de una crueldad sonora sin igual y que parecen más destinados a aves rapaces en extinción que a seres humanos.
Aprovecho para lanzar desde aquí una campaña para que se dejen de usar estos términos. La Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia debería reemplazarlos por otros menos crueles y más acordes con nuestro tiempo, en deferencia con esta multitud de mujeres (la mayoría, hoy en día) que hemos decidido tener un hijo bien entrados los treinta, y después otro y otro. Y eso que tener hijos supone un grave riesgo para la labor profesional, la vida social y sexual, las relaciones de pareja,
el desarrollo intelectual, la integridad física, etc.
Pero, aun así, es una de las aventuras más maravillosas en las que nadie puede embarcarse. Desde hace siete años, vivo sumida en una locura y una vorágine que no ha hecho más que intensificarse con la llegada de cada nuevo miembro de la familia. Agotada física y mentalmente. Sin tiempo para nada. A veces, tengo la impresión de que me ha secuestrado una banda de pigmeos descerebrados que me tienen sometida a su voluntad. Sin embargo, no me dejaría rescatar nunca. No conviene generalizar, ni pontificar. Pero sí desahogarse.
Por eso empecé a escribir mis alegrías y pesares en un blog. Como quien tira una botella al mar. Descubrí que era una verdadera terapia, mucho más barata y cómoda que ir al psicólogo, y que podía incluso recurrir a ella de madrugada entre un biberón y otro. Para mi sorpresa, pronto pasó a ser también una catarsis colectiva para muchos otros padres y madres, unos primerizos, otros reincidentes, pero
todos desbordados y maravillados a partes iguales por la aventura de la crianza. Así, me sentía acompañada. Y me causó un gran alivio saber que no era yo el único bicho raro que pensaba de esta manera. Naturalmente, como cabía esperar, no todos los lectores han sido, ni serán, tan solidarios ni tan comprensivos. Ha habido quien me ha llamado y me llamará «madre desnaturalizada», y quien me ha acusado de estar dando una mala educación a mis hijos. Tal vez tengan razón. No lo niego. Una hace lo que puede. Con su mejor voluntad. Y, aun así, puede que con frecuencia me equivoque.
Del blog surgió la idea de este libro. Para seguir desahogándome, supongo. Y para compartir otra visión de la crianza y de la maternidad. Ni mejor ni peor, pero sí distinta. Y sin ninguna intención ejemplarizante, y menos aún proselitista,
algo a lo que somos muy dados todos los que tenemos niños: animamos a los demás a que se reproduzcan, supongo que para consolarnos pensando que todo el mundo lleva
nuestro extenuante ritmo de vida."
Jose.
Os dejo el fragmento en cuestión...
«¿Por qué tengo que querer yo a este niño al que no conozco de nada y que no para de llorar?» Una amiga mía me confesó, avergonzada, que ésa fue la primera pregunta que le vino a la mente después de tener a su primer hijo.
Cuando yo tuve al mío, esas mismas palabras, que en su momento me habían parecido escandalosas, resonaron en mi cabeza. Y, como ella, me sentí casi un monstruo por pensarlo. Ya durante el embarazo me había dado cuenta, con cierta consternación, de que no sentía esa dicha ilimitada que supuestamente debía embargarme en cuanto el test de embarazo dio positivo. ¿Acaso era yo un bicho raro? De hecho, mi actitud fue tan fría durante los nueve meses que el padre de la criatura llegó a temer que repudiara a nuestro hijo cuando naciera. No lo hice, pero tampoco me avergüenza reconocer que tardé más de un mes en sentir algo parecido a eso que llaman «instinto maternal». Que el bebé llorara día y noche durante sus primeras semanas ciertamente no me ayudó.
Además, durante ese tiempo descubrí que existe un periodo llamado posparto del que nadie, absolutamente nadie, me había hablado. ¿Por educación? ¿Por no quedar mal? ¿Por temor de no haber estado a la altura? Entonces fue cuando empecé a sospechar que a lo mejor nos habían vendido una película almibarada con la que no todas nos identificamos, un molde en el que no siempre encajamos. Quizá no te sientes radiante por estar embarazada, incluso odias la barriga y hubieras preferido no pasar por este trance, o puede que hasta hubieras cedido gustosamente el privilegio del embarazo. Disfrutas muchísimo con tus hijos, juntos lo pasáis como los indios y, sin embargo, hay momentos en que darías cualquier cosa por perderlos de vista, los subastarías o los venderías a peso en el mercado. Pero no por eso eres peor madre. Quieres a tus hijos como la que más, harías y, de hecho, haces cualquier cosa por ellos, y no rebobinarías nunca aunque eres consciente de que te has metido en un lío muy pero que muy grande.
Puede que la maternidad esté sobrevalorada o, cuando menos, sobredimensionada. Te la venden como una ruta sin desvíos, directa a la felicidad; y, una vez que te has lanzado a ello, piensas que tú te has debido de perder en el camino. Sobre todo, cuando llevas varios días (o varios meses, y ya ni te cuento si son años) sin dormir bien, sin tiempo de nada, y tus hijos tienen un día malo —que todos lo tienen de vez en cuando— y no quieren cenar, ni recoger, ni hacer los deberes, y sólo saben llorar, porque están tan cansados que no pueden hacer otra cosa que llorar. Tú tratas de ser comprensiva o comprensivo; al fin y al cabo son pequeños, están cansados y madrugan mucho para ir al cole, y el pequeño está celoso de su hermana; pero, nadie te comprende a ti y ganas te dan de ponerte a llorar tú también —y a lo mejor así hasta te hacían más caso— y decir que tú tampoco recoges, ni cenas, ni te bañas.
Todos hemos crecido rodeados de mitos, convencionalismos y prejuicios. Por eso cuesta darse cuenta de que cada experiencia de la maternidad —y de la paternidad, claro está— es completamente diferente. No hay dos iguales. Ni siquiera para la misma persona. Con cada uno de mis tres hijos, yo lo he vivido de manera distinta. Y en ningún caso como me lo habían vendido. Unas veces ha sido peor, y muchas
otras infinitamente más maravilloso de lo que nunca me habían contado ni había podido imaginar.
Pero lo más sorprendente de todo, para bien y para mal, ha sido el descubrimiento de esa faceta mamífera que tenemos latente. La mayoría de nosotros se ha lanzado a esto de la crianza sin previo aviso y sin preparación. Como si un día te levantas y te regalan un coche, en tu vida has conducido uno, no tienes ni idea de cómo se arranca ni del código de circulación, ni siquiera sabes si estás en un país donde se conduce por la izquierda o por la derecha, y aun así nada te arredra y son tales tus ganas de conducir que te lanzas a las calles con él.
Curiosamente, nadie lo evita. Pues, para la mayoría de los mortales, tener un hijo viene a ser casi lo mismo; aunque, ahora que lo pienso, en nada se parece un bebé a un coche y quizá no sea ésta la comparación más acertada. Nos lanzamos a ello sin pensarlo mucho, a ver qué pasa. Lo peor es que, hasta que no te ves metido en faena, no sabes qué tal se te da esto.
A los que quieren adoptar un niño les hacen pasar unas pruebas de idoneidad en las que deben demostrar su aptitud para hacerse cargo de un menor. En cambio, los que tenemos hijos naturales nos lanzamos a esto muchas veces sin saber si estaremos a la altura. El único consuelo es pensar que los demás también lo hacen (como cuando te pones a conducir por primera vez).
A menudo no sabrás muy bien qué hacer con tu hijo. Porque, además, los padres estamos sometidos a mensajes contradictorios sobre cómo criar y educar a nuestros retoños. Nos dicen que hay que cogerlos en brazos cuando lloran, pero también que no se nos ocurra hacerlo. La mayoría de nosotros, sin saber muy bien qué hacer, unas veces los cogemos, y otras no, según el humor que tengamos. Y no sabemos si dejar que se duerman llorando o besuquearlos en nuestra misma cama hasta que se queden dormidos; si ser muy estrictos e inflexibles, o acabar cediendo. Según el día, hacemos una cosa u otra. Hay muchos momentos en que nos encontramos completamente perdidos, tanto como nuestros hijos, porque al fin y al cabo, como un día Mafalda, ese gran pozo de sabiduría, respondió a su madre: «Si es por antigüedad, que quede claro que yo me saqué el título de hija el mismo día que tú el de madre», o algo parecido.
Y así vamos encontrando el camino prácticamente a ciegas, con mucha improvisación
y, sobre todo, muy buena voluntad.
Tengo un amigo, fantástico padre de una fantástica familia numerosa, que asegura que tener hijos te hace mejor persona, y que por eso, cuantos más tienes, mejor persona eres.
Yo debo de estar hecha de una pasta diferente y por desgracia la maternidad no me ha hecho mejor, pero sí más fuerte e infinitamente más poderosa, que para algo he desarrollado superpoderes (pensamiento múltiple, visión lateral y periférica, brazos de cefalópodo, resistencia al insomnio y al agotamiento extremo…). Y, por encima de todas las cosas, me ha hecho sentir la persona más afortunada del planeta.
Puede que parezca absurdo, pero he considerado un ser especial y único a cada uno de mis hijos desde el día en que nacieron, y con cada uno de ellos me siento una auténtica privilegiada por haber sido elegida, entre todos los millones de personas que pueblan la Tierra, para hacerme cargo de él.
Y es que, una vez superado el parto, el posparto y encarrilada la lactancia, tuve que dar la razón a alguien que me había advertido que, cuando tienes un hijo, te enamoras perdidamente de él. Eso me ocurrió con el primero y, cuando pensaba que nada podría volver a ser igual y que algo tan mágico nunca podría repetirse, me enamoré de nuevo perdidamente del segundo. Es más, cuando aún no había superado esa fase, llegó la niña para demostrarnos una vez más que se puede querer muchísimo y locamente a más de una persona. Y así pasé de primípara añosa a multípara, términos ambos de una crueldad sonora sin igual y que parecen más destinados a aves rapaces en extinción que a seres humanos.
Aprovecho para lanzar desde aquí una campaña para que se dejen de usar estos términos. La Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia debería reemplazarlos por otros menos crueles y más acordes con nuestro tiempo, en deferencia con esta multitud de mujeres (la mayoría, hoy en día) que hemos decidido tener un hijo bien entrados los treinta, y después otro y otro. Y eso que tener hijos supone un grave riesgo para la labor profesional, la vida social y sexual, las relaciones de pareja,
el desarrollo intelectual, la integridad física, etc.
Pero, aun así, es una de las aventuras más maravillosas en las que nadie puede embarcarse. Desde hace siete años, vivo sumida en una locura y una vorágine que no ha hecho más que intensificarse con la llegada de cada nuevo miembro de la familia. Agotada física y mentalmente. Sin tiempo para nada. A veces, tengo la impresión de que me ha secuestrado una banda de pigmeos descerebrados que me tienen sometida a su voluntad. Sin embargo, no me dejaría rescatar nunca. No conviene generalizar, ni pontificar. Pero sí desahogarse.
Por eso empecé a escribir mis alegrías y pesares en un blog. Como quien tira una botella al mar. Descubrí que era una verdadera terapia, mucho más barata y cómoda que ir al psicólogo, y que podía incluso recurrir a ella de madrugada entre un biberón y otro. Para mi sorpresa, pronto pasó a ser también una catarsis colectiva para muchos otros padres y madres, unos primerizos, otros reincidentes, pero
todos desbordados y maravillados a partes iguales por la aventura de la crianza. Así, me sentía acompañada. Y me causó un gran alivio saber que no era yo el único bicho raro que pensaba de esta manera. Naturalmente, como cabía esperar, no todos los lectores han sido, ni serán, tan solidarios ni tan comprensivos. Ha habido quien me ha llamado y me llamará «madre desnaturalizada», y quien me ha acusado de estar dando una mala educación a mis hijos. Tal vez tengan razón. No lo niego. Una hace lo que puede. Con su mejor voluntad. Y, aun así, puede que con frecuencia me equivoque.
Del blog surgió la idea de este libro. Para seguir desahogándome, supongo. Y para compartir otra visión de la crianza y de la maternidad. Ni mejor ni peor, pero sí distinta. Y sin ninguna intención ejemplarizante, y menos aún proselitista,
algo a lo que somos muy dados todos los que tenemos niños: animamos a los demás a que se reproduzcan, supongo que para consolarnos pensando que todo el mundo lleva
nuestro extenuante ritmo de vida."
Jose.
martes, 1 de junio de 2010
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